Cuando
me vine a vivir a Maracaibo tuve que hacer un nuevo doctorado. El de los aires
acondicionados. Para un tipo que vivía en San Antonio de los Altos, eso de que
un aparato enfriara el aire a mi alrededor nunca me importó. Aquí me enteré que
los hay de ventana, splits, centrales (todos ellos eléctricos o a gas) y con
diferentes potencias, marcas y apreciaciones de parte del público que llegan
literalmente al infinito. Como yo era un verdadero neófito en todas esas artes,
fui sopesando las opiniones de cuanto maracucho conocía para comprar mi
respectivo primer aire acondicionado.
El día que tuve la dicha de adquirir el fulano aparato, comenzó formalmente mi nuevo
programa de formación. Resultó que a esas cosas hay que hacerles mantenimientos
y chequeos muy regulares (de todo tipo) y al cabo de unos meses, para mi
desgracia (sobre todo por los reclamos de mi familia), el “aire” se echó a
perder. Fue allí, para mi fortuna, donde conocí a mi amigo Eugenio.
Eugenio
estudió química en la Universidad del Zulia (LUZ) y por vicisitudes de la vida,
tuvo que abandonar la carrera en el octavo semestre. Él ha hecho de todo, fue
cajero de un banco y llegó a sub-gerente. Con las prestaciones de su renuncia
en el banco compró un par de taxis y tuvo que aprender mecánica cuando su flota
creció y así no depender de los “piratas” que nunca reparaban los carros a su
gusto. A la larga, vendió los taxis y se hizo especialista en refrigeración.
Hoy en día Eugenio tiene un taller mecánico a donde llevo lo que me queda de
carro y hace servicios y reparaciones de equipos de refrigeración. Al final,
hoy tengo un buen mecánico que me arregla los aires acondicionados de la casa,
algo así como un dos por uno. Lo único que Eugenio no hace es arreglar los
aires acondicionados de los carros ¿raro no?
Un
día montados en el techo de casa, nos pusimos a conversar mientras le hacía
mantenimiento a “la unidad”. Hablábamos de lo precaria que estaba la actividad
científica en el país, de algunas de sus experiencias en LUZ y como en esa
época (los 90) los profesores investigaban sobre esto o aquello. A mí,
ciertamente la conversa me parecía fascinante; una delicia hablar de ciencia con
mi técnico en refrigeración mientras uno se cocina en el techo de una casa en
Maracaibo a eso de la una de la tarde.
Con
el pasar del tiempo, Eugenio me fue enseñando como hacer el mantenimiento de
los equipos, medir la capacitancia o el amperaje de los componentes, y hasta
compré un juego de manómetros y una bombona para recargar los compresores de
gas. En fin, para ser un extranjero en tierras zulianas ya tenía bastante
conocimiento del tema. Ya, a estas alturas, Eugenio solo va a la casa para
limpiar los aires (yo no tengo los quipos para eso) y por lavar tres aparatos
en unas dos horas me cobra treinta mil bolívares. Las otras veces que lo veo es
porque llevo mi cacharro a su taller.
La
última vez que lo vi, volvimos a conversar como de costumbre sobre la situación
actual de la academia, adelantos tecnológicos de su interés y otras tonterías; en
una de esas le pregunté si nunca pensó en terminar la carrera de química.
Eugenio sonreído como siempre me contestó,- ¿Y para qué? Si tuve que enseñarte
casi todo lo que se sobre aires acondicionados porque no puedes pagarme-,
prefiero seguir en lo mío y acostarme temprano que corregir exámenes y tesis.
Tenía
razón. Si cobráramos las horas de trabajo como lo hace Eugenio, probablemente
la situación del desarrollo científico tecnológico sería diferente. Cualquier
científico, académico o profesor universitario sabe que las 8 horas que
“tenemos” que trabajar no son suficientes. Generalmente, una vez que nos vamos
del laboratorio (suponiendo que por un milagro lo hagamos a las 4:30pm) y que
culminamos con nuestras labores de padres, nos toca otra jornada nocturna
planificando experimentos, corrigiendo tesis o exámenes, escribiendo propuestas
para proyectos o artículos científicos.
Si
Eugenio trabajara las 8 horas del laboratorio, unas 2 horas de leer la tesis
del estudiante que esta por graduarse antes de acostarse y 1 hora adicional a
las 4:00 am para leer unos artículos científicos de interés para sus próximos
experimentos, estaría cobrando unos 165.000 bolívares diarios. Algo así como
unos 4.5 millones mensuales.
¿Les
parece mucho? Saque la cuenta mi estimado lector. Si convierte ese sueldo en
los dólares que se consiguen en el país se dará cuenta de que ese es más o
menos el sueldo promedio de un científico en casi todas partes del mundo. Actualmente
los profesores y científicos venezolanos cobran en el mejor de los casos unos
120.000 bolívares mensuales. Bajo ese escenario ¿Usted cree que Eugenio alguna
vez corregiría un solo examen?
Los
que sí corrigen exámenes son miles de profesores universitarios y científicos
de instituciones adscritas al mismo ministerio que a punta de vocación y
esfuerzo mantienen vivo el pensamiento creativo y libre. Increíblemente y en
contra de todo pronóstico muchos continúan produciendo nuevos conocimientos que
serán de provecho para nuestra patria en un futuro no muy lejano. En algunos
foros pareciera que tener vocación y trabajar por amor a la ciencia es un
pecado, incontables veces hemos escuchado a demasiados burócratas burlarse de
las peticiones de sueldo justo para los académicos porque al final, nosotros
trabajamos por amor y no por dinero. Pues vaya para todos los colegas que
siguen trabajando en pro de una mejor Venezuela mis saludos y respetos. El
futuro está cerca y tendremos una nueva oportunidad de enrumbar a nuestro noble
país hacia destinos de progreso.
Dados
los hechos del día de ayer 20 de Octubre sobre la suspensión por parte del CNE
de la recolección de firmas, no me queda más que despedir este espacio recordando
que tenemos un compromiso con nuestros hijos, estudiantes y nuestra patria. No
los defraudemos y mantengamos el espíritu de lucha. Mandela una vez dijo “Después
de escalar una gran colina uno se encuentra sólo con que hay muchas más colinas
escalar”.